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jueves, 29 de julio de 2010

EL PRINCIPIO DE FINALIDAD EN SANTO TOMÁS DE AQUINO

Por Michele Federico Sciacca
Tomado de Mikael Nº 5
Revista del Seminario de Paraná

Segundo semestre de 1974

El principio de que todo ente finito y por lo tanto contingente, necesita una causa para existir, y que por ello es participación de otro, condiciona todo el ser del hombre, de tal modo que siendo y conociendo por participación, también obra por participación, puesto que no es puro acto sino también potencia (1). Sólo Dios es propiamente la Causa o el Principio que produce el ser de un ente; éste, como efecto diferente de la causa, es dependiente de ella en su mismo ser. En este sentido, sólo Dios es Causa primera, en sí absolutamente independiente de toda otra en el ejercicio de su causalidad, respecto a la cual, las cuatro causas que inciden en el ser mismo del ente finito, son causas segundas. Por consiguiente, sólo Dios es propiamente el Principio metafísico de quien depende cada ente y todos los entes en todo; pero como entes o efectos diferentes de la Causa primera y creados con un ser suyo son autónomos en el interior de esta dependencia (2).
A partir de aquí, dado que son propiamente humanas, y no sólo del hombre, todas aquellas acciones en las cuales él es dueño de sus actos "per rationem et voluntatem" —por lo cual el libro albedrío se dice "facultas voluntatis et rationis"—, se llaman propiamente humanas las acciones "quae ex volúntate deliberata procedunt"; y, siendo el objeto de la voluntad "finis et bonum", se sigue que todas las acciones humanas son "propter finem", el cual, último en la ejecución ("finís in re") es primero "in intentione agentis" (3). La consecución del fin es lo que todos los entes desean; por lo tanto, el fin y el bien mutuamente se convierten. De esto se sigue que el fin dirige el movimiento de las otras tres causas —la eficiente, la material, la formal— y hace que la causa final sea llamada "causa causarum". De aquí la necesidad del conocimiento racional del fin, al cual se subordinan todos los medios o aquello que no tiene razón de fin pero contribuye a su consecución; mientras que los varios fines, a su vez, se subordinan al fin último, en el cual se actúa la completa perfección del agente.

Sólo en el hombre, en el orden de la realidad sensible, el tender de todo ente al propio bien es aspiración consciente guiada por la voluntad a la cual es intrínseca la racionalidad: una voluntad racional es libre; pero si todos los fines se subordinan al fin último, el hombre, cualquiera sea el fin que persiga, tiende siempre a Dios, y su voluntad se hace siempre más libre en la medida en que, en los fines particulares que realiza, tiende al bien absoluto, que se identifica con el Ser absoluto, captado por la voluntad bajo la forma del Bien. De aquí se sigue que el hombre, en el interrogarse sobre su ser contingente y finito y sobre sus fines y bienes, también ellos contingentes y finitos, que va percibiendo, no puede no interrogarse sobre su Fin o Bien necesario e infinito.
El problema de Dios, que el Aquinate pone en la perspectiva teológica, puede plantearse en perspectiva antropológica, esto es, a partir de la reflexión del hombre sobre sí mismo que implica una reflexión sobre el problema teológico. "Antropología teológica", si se quiere, con tal que permanezca en el plano ontológico-metafísico, y que se entienda que el problema de Dios no es problema para el mundo en sí, sino sólo para el hombre en el mundo, centro de lo creado y sujeto de la historia; con tal también que aquel problema sea una respuesta al de su existencia y de su destino, quedando firme que Dios es Dios y el hombre es el hombre, y que respetando su inconmensurabilidad, no caigamos en la tentación de reducir la antropología teológica a una teología antropológica. En esta perspectiva, y sobre la base del principio de la creación y de las tesis del acto del ser, de la participación y de la analogía, las "cinco vías", aún conservando su rigor racional y su derivación de Aristóteles (la primera, la segunda y la quinta), o de Avicena (la tercera) o de Platón y Aristóteles conjuntamente (la cuarta), así como su referencia al cosmos creado, adquieren el sentido de cinco respuestas positivas que el hombre, desde el interior de su estructura ontológica y con todo su ser o su esencia existente, da al problema máximo, al único propiamente primero y esencial al significado de su existencia, y, a través de él, el centro, para el sentido del mundo.
La respuesta tomista es de particular actualidad si se tiene en cuenta que la refutación de las pruebas clásicas de la existencia, de Dios, tiene comienzo en el pensamiento moderno a partir de Hume, con el malentendimiento de las pruebas por parte de Kant y con la caída del problema mismo con el iluminismo y el tradicionalismo y a través de la Izquierda hegeliana y el modernismo. Esto sucede primero en un nivel puramente moral y psicológico-exigencial y luego en un nivel meramente pragmático, político y social, con motivaciones tomadas del evolucionismo y del progreso científico y técnico.
Pero, puesto que se ha perdido la inteligencia metafísica del problema, considerado una traba arqueológica y dogmática y hasta un "sin sentido", la respuesta tomista y de la metafísica del ser en general es actual precisamente en el interior de aquel humanismo que caracteriza al pensamiento moderno y contemporáneo. Asúmase como central el problema del hombre y hágaselo sujeto y objeto no sólo de las ciencias humanas sino también de la problemática filosófica, y aún el destinatario del estudio de la naturaleza reservado a la investigación científica; la metafísica del ser puede aceptar esta posición, y decir que el "centro" de sus pruebas de la existencia de Dios es el hombre, pero no el hombre visto en uno de los aspectos de su actividad y de su obrar mundano, sino el hombre en su ser integral, en relación al ser del mundo. Pero precisamente desde esta ontología antropológica, en la cual está comprometido el ser del mundo, surge el problema de la existencia de Dios, intrínseco al ser del hombre, así como surgen las pruebas y las respuestas positivas racionalmente deducidas. Por lo tanto, no centralidad del hombre en el puesto de Dios, sino centralidad del ser del hombre-en-el-mundo: pero tal ser es centro, por acto de Dios, sin cuya acción, ni el hombre ni el mundo existirían, y sin cuya acción se precipitarían en la nada de la cual han sido creados. El ser participado si pierde al Ser imparticipado no se emancipa, se precipita en la nada: sin Dios nada "se mantiene" en su ser: de la ontología antropológica a la Causa primera, al Principio metafísico. Dado que no depende del hombre plantearse o no el problema de Dios, en cuanto que el hecho de planteárselo es intrínseco a su ser, que es por el acto de ser que es Dios, responder negativamente es contradictorio, o es un superficial "aggiornamento" a la moda, que indica sólo una falta de pensamiento; replantearse el problema siempre en términos ontológicos y metafísicos, es profundizarlo y aclararlo, más aún purificarlo y presentarlo con un lenguaje nuevo en los límites en que este lenguaje no traicione ni desnaturalice las ideas.
La característica del tomismo como síntesis a la vez antropológica y teológica es todavía más evidente en el tratado de la causa final contemplada en el obrar del hombre, esto es, en la teoría del fin que es el bien o la perfección del agente. Pero también en el plano de la acción todo está movido por el principio de la creatio ex nihilo, gobernada par la ley eterna, esto es, por el orden con el cual Dios dispone la creación misma. De esta ley divina, deriva aquélla natural, presencia de la ley eterna en lo creado y, en la creatura intelectual con conocimiento de la misma; por consiguiente, la ley natural es una participación de la ley eterna (4). Así como la noción de ser es la primera de la inteligencia, y de ella surgen los primeros principios en sentido ontológico y lógico, así la noción de bien es la primera de la misma inteligencia en cuanto ordenada a gobernar la voluntad; de la noción de bien surge el primer precepto de la ley natural: hacer el bien como aquello que es la perfección del ente y su fin y evitar el mal como aquello que es su contrario. De la naturaleza humana nacen las otras leyes naturales: la conservación y defensa de la propia vida, la generación de los hijos y su educación, la vida en sociedad según los preceptos que regulan la vida comunitaria, el conocimiento de la verdad, culminando en el conocimiento de Dios para nuestra perfección. La ley natural es el fundamento de la moral, regulada por la noción de los principios morales universales (sindéresis), que la conciencia, en el juicio, aplica a los casos particulares. El acostumbrarse con el bien forma los hábitos rectos o las virtudes cardinales sobre las que el hombre construye su vida moral. De ellas, la prudencia, como aquella que, "recta ratio agibilium", requiere que el hombre esté "bene dispositus circa finem" (5), es la virtud principal contenida en la justicia, en la fortaleza y en la templanza.

La ley natural, primera norma de la razón, es también el fundamento de la legislación positiva, que es ley, no en cuanto imperada, sino en cuanto justa, esto es, conforme a las normas de la razón. De esto se sigue que las leyes positivas tienen fuerza de ley en cuanto derivan de la ley natural y a ella se conforman; por lo tanto, siendo aquellas relativas a las mudables condiciones históricas y al progreso de la conciencia histórica de los pueblos, su necesario cambio debe obedecer a una siempre mejor actuación de la ley natural, lo que quedaría impedido si son conservadas cuando ya no responden a las nuevas situaciones. De la naturaleza humana, hecha para la vida comunitaria, deriva el bien común, que es el fin al que tiende la ley positiva, que es justa o injusta en la medida en que lo promueve o lo obstaculiza. De las varias formas de gobierno resulta mejor la monarquía en cuanto que salvaguarda la unidad de la comunidad, mejor que la democracia y la aristocracia; la peor es la tiranía a la cual está siempre expuesto el gobierno democrático.
Más allá de las mudables leyes positivas humanas existe la inmutable ley positiva divina, dada por la Revelación y aceptada por fe: los mandamientos de Dios a Moisés y el precepto evangélico del amor; más allá de las virtudes intelectuales y morales, suficientes al hombre para alcanzar su felicidad en esta tierra, coincidente con su perfección y por ello con su fin terreno, pero insuficientes para la consecución de su beatitud ultra-terrena, fin último al que están subordinados todos los otros fines, son necesarias la fe, la esperanza y la caridad, las tres virtudes teologales, que son "supra virtutes humanas" y para el hombre "prout est factus particeps divinae gratiae" (6).
No basta entender los principios morales universales, rectores de la ley natural, participación de la eterna, es necesario aplicarlos; pero tal aplicación resulta difícil para el hombre; a menudo pierde la sindéresis. Cuando el juicio práctico es divergente del especulativo, esto es, cuando la voluntad no quiere lo que el intelecto conoce, se da el mal moral, del que es responsable el libre albedrío por el mal uso que el hombre puede hacer de él. El mal es, por tanto, una deficiencia del bien, que, sin embargo, tiene en el plano de la acción toda su tremenda positividad; y hay culpa cuando el hombre elige deliberadamente de un modo divergente del orden racional, haciéndose así responsable de sus actos. En el plano metafísico el mal no es ser, es "deffectus" o "privatio entis"; como tal "caret propria ratione effectus" y, más aún, "caret ratione causae" (7). Pero el ser inteligente finito no hace el mal porque le falte algo que sea "debido" y "necesario" a su ser para perfeccionarlo actualizando toda su potencia y así realizar su fin; hace el mal, decimos, "sobre su ser", bueno en cuanto ser, cada vez que, contrariando el orden del ser o de la razón, daña al ser propio o al ser de los otros, y cuando no favorece ni promueve su perfeccionamiento. Pero hacer el mal a sí mismo o a los otros, es decir, dañar, es no corresponder al acto amoroso de la creación, ofender a Dios en sus creaturas; por lo tanto hacer el mal es olvido de Dios o rebelión por un falso amor de sí mismo. Santo Tomás vive todo el drama del mal que atormenta al hombre, como consecuencia del pecado de Adán.
En este mundo el hombre no puede amar a Dios o Bien absoluto inmediatamente, sino sólo mediatamente, a través de las creaturas que son buenas según el grado de ser (de participación), de cada una. Si el intelecto tuviese la aprehensión inmediata de Dios y, por lo tanto, a la voluntad se le presentase el Bien sumo, esta última lo apetecería necesariamente sin posibilidad de elección; pero en la vida en el mundo el intelecto aprehende sólo entes o bienes finitos, de los cuales ninguno es necesitante; por lo tanto la voluntad es libre de elegir entre los bienes conocidos; queda entonces que la voluntad "elige" "en ausencia" del Bien absoluto; de aquí que su profunda aspiración es liberarse de la libertad de elección, aquélla que San Agustín llama "libertas minor", por un acto amoroso de Dios mismo, que, necesitándola intrínsecamente por gracia gratuita, la hace voluntad amorosa sólo del Ser necesario y, como tal, "libertas maior" o la plenitud de sí mismo. Pero precisamente la condición de la libertad del hombre en el mundo le impone a la creatura inteligente y volente la obligación moral de realizar, a través del difícil camino de la vida y con un empeño mundano que tiene como límite sólo el amor de Dios, su fin o su bien, consistente en el perfeccionamiento de la propia naturaleza, presupuesto necesario, si bien no suficiente —y menos todavía autosuficiente en sí mismo— para la consecución de su fin supremo. Por otro lado tal perfeccionamiento de la creatura, continuo acto amoroso, en comunión con sus semejantes, de reconocimiento y de promoción del ser, doquier se encuentre —y por lo tanto continua lucha con la tentación constante de un amor de sí en el desconocimiento de su mismo ser y del ser de los otros, que comportan el olvido o el rechazo de Dios—, no es su acabamiento o su fin último, ni el de la humanidad en toda su vicisitud histórica: tal fin es el Creador. Por esta razón, la voluntad, precedida e iluminada por el intelecto, cualquiera que sea el ente, aunque se trate de todo lo creado, en el que fije el juicio especulativo, y por cuantos sean los bienes que pueda escoger y fines realizar, aspira, siempre inapagada, al Bien, que es Dios, en cuya visión, después de una vida terrena moralmente conforme, a través de innumerables caídas, a la ley natural y sostenida por la Gracia, es su suprema beatitud. Por lo tanto, el fin supremo del. hombre es colocarse en condiciones de santidad: ser salvado por la Gracia para la gloria de Dios.
En los seres vivientes, la vida es la capacidad de moverse y de obrar por sí mismo (8), cuyo principio activo y por lo tanto formal, es aquello que llamamos alma; pero el cuerpo orgánico es potencia de vivir, luego el alma es "actus corporis physici habentis vitam in potentia" (9). Por la unión sustancial de materia y forma, quien vive es el compuesto alma-cuerpo: el hombre, como todo viviente, es ente compuesto. Pero el alma intelectiva, en sus funciones, no está comprometida, en su esencia, con los organismos corpóreos. Es sustancia simple independiente del cuerpo y que tiene "una operación suya propia" más ella de la materia; y siendo que puede operar por sí, aquello que tiene el ser por sí, se sigue que el alma tiene el "ser por sí" independiente del cuerpo y es espiritual (10); por lo tanto, el alma intelectiva es inmortal. El intelecto posible es personal y cada alma tiene el suyo; el intelecto agente es personal, "lumen" participado de Dios, que lo crea de la nada, y causa próxima de todos nuestros actos intelectivos (11); entonces, el alma, forma del cuerpo, por el intelecto es forma subsistente. En el intelecto agente está "dada" o "puesta" ("indita") toda ciencia; de hecho, por su acción, se vuelven inteligibles los primeros principios "como si estuviesen naturalmente dentro ("naturaliter inesse"), entre los cuales aquél del ente que, como sabemos, es la noción más conocida, y primero concebida por el intelecto, e implícitamente, presupuesta por todas las otras adquiridas. La destinación o fin último del alma personal inmortal no puede ser sino Dios. Y esto en fuerza también de todo lo dicho, que el hombre que en este mundo no puede querer bienes solamente finitos, no puede apetecerlos al infinito, esto es, al vacío, por lo tanto es necesario que el fin de la voluntad sea el último y un tal fin es solamente el Bien infinito (12), última perfección de la creatura intelectual. Este fin último es la regla de todos nuestros actos libres: son moralmente buenos aquellos que se ordenan a él, es decir que son según el orden del ser, y moralmente malos, o pecados, aquellos que no se ordenan a él; y son desordenados aquellos actos que ponen en el lugar de Dios un bien finito o creado. En esta sustitución de un bien, cualquiera sea, aún el universo, por Dios, está el desorden radical, la raíz de todos los males y vicios (13) en cuanto comporta el subconocimiento del ser y, por lo tanto, de la verdad y del bien, la ruptura de la conveniencia entre el acto libre y el fin, relación obligante de la voluntad.
Desde Dios a Dios: la experiencia creatural impone al hombre interrogarse sobre su origen y lo obliga por necesidad racional a concluir que es desde Dios creador; la misma experiencia le impone interrogarse sobre el destino de su ser-en-el-mundo, o sobre el fin de su existencia, y lo obliga a concluir que es para Dios: el hombre puesto frente al problema de su futuro, teniendo delante el horizonte entero de sus posibilidades pertinentes a sus dominios personales, y por lo tanto a su libertad, en el momento que se coloca frente a la historia, pone a Dios como respuesta absoluta. Existe por lo tanto allí una orientación dinámica de la creatura hacia su destino último coincidente con su última perfección; existe allí un deseo natural de Dios que tiene validez objetiva: "cum enim ultima hominis beatitudo in altissima eius operatione consistat, quae est operatio intellectus, si nunquam essentiam Dei videre potest intellectus creatus, vel nunquam beatitudinem obtinebit, vel in alio eius beatitudo consistet quam in Deo. Quod est alienum a fide. In ipso enim est ultima perfectio rationalis creaturae quod est ei principium essendi; intantum enim unumquodque perfectum est, inquantum ad suum principium attingit, Similiter etiam est praeter rationem. Inest enim homini naturale desiderium cognoscendi causara, cum intuetur effectum; et ex hoc admiratio in hominibus consurgit. Si igitur intellectus rationalis creaturae pertingere non possit ad primam causam rerum, remanebit inane desiderium naturae. Unde simpliciter concedendum est quod beati Dei essentiam videant" (14). Por lo tanto: "ultima et perfecta beatitudo non potest esse nisi in visione divinae essentiae. Ad cuius evidentiam, duo consideranda sunt. Primo quidem, quod homo non est perfecte beatus, quamdiu restat sibi aliquid desiderandum et quaerendum. Secundum est, quod uniuscuiusque potentiae perfectio attenditur secundum rationem sui objecti. Objectum autem intellectus est quod quid est, idest essentia rei... Unde intantum procedit perfectio intellectus, inquantum cognoscit essentiam alicuius rei... Et ideo remanet naturaliter homini desiderium, cum cognoscit effectum, et scit eum habere causam, ut etiam sciat de causa quid est... Si igitur intellectus humanus, cognoscens, essentiam alicuius, efectus creati, onn cognoscat de Deo nisi an est; nondum perfectio eius attingit simpliciter ad causara primam, sed remanet ei adhuc naturale desiderium inquirendi causam. Unde nondum est perfecte beatus. Ad perfectam igitur beatitudinem requiritur quod intellectus pertingat ad ipsam essentiam primae causae. Et sic perfectionem suam habebit per unionem ad Deum sicut ad objectum, in quo solo beatitudo hominis consistit..." (15).
Los argumentos son de fe y de razón: en el contexto de la Revelación el Aquinate justifica racionalmente, y por lo tanto autónomamente, por qué el fin último del hombre, su perfección acabada, consiste en ver a Dios, es decir, en conocer la Causa primera y última de los efectos o de los entes finitos, conocimiento vinculado al destino del hombre por el cual el deseo natural de conocer coincide con aquél de su perfección última, es decir, con el retorno de la creatura a Dios, principio de su ser. Dios es por lo tanto la respuesta objetiva al deseo natural del hombre de conocer su ser hasta el fondo y, conociéndolo, de experimentar la imposibilidad de apagar su intelecto y su voluntad. Y la creatura no tiene otra respuesta objetiva: o la plenitud y en y con ella el significado positivo de su ser histórico y de la historia, o el absurdo y la desesperación.
El problema del deseo natural está puesto y resuelto por el Aquinate a nivel ontológico-metafísico, no sentimental, no psicológico, no pragmático. En efecto "appetitus naturalis non potest esse frustra" (16) en cuanto tiende a un bien real (17): el deseo natural tiene un alcance ontológico que le confiere el principio de finalidad; esto indica la posibilidad de que le corresponda una realidad objetiva en el presente o en el futuro. En efecto, en el deseo natural de perfección plena está implícita la existencia de Dios, la realidad objetiva que el discurso racional demuestra existente y no solamente posible. En el deseo natural se recopilan todas las inquietudes y todas las esperanzas del hombre frente al problema de su destino. Dios es el sumo Bien y como tal es sumamente apetecible: "bonum esse praecipue Deo convenit"; aquello que es bueno es apetecible; "cum ergo Deus sit prima causa effectiva omnium, manifestum est quod sibi competit ratio boni et appetibilis". Por consiguiente: deseando todas las cosas "proprias perfectiones, appetunt ipsum Deum, in quantum perfectiones omnium rerum sunt quaedam similitudines divini esse" (18); pero sólo las creaturas racionales pueden conocerlo "secundum seipsum"; por lo tanto, Dios, que es fin de Sí mismo, "est finis respectu omnium quae ab eo fiunt", y lo es por su esencia, dado que "per suam essentiam fit bonus", y el fin "habet rationem boni" (19). Desear la propia perfección es desear a Dios; el fin del hombre es la finalidad de toda la creación: el hombre que tiende a su perfección y a su bien, por la fuerza de su misma naturaleza tiende a Dios, el sumo Bien y su perfección definitiva.
Pero, el fin o el bien supremo del hombre ¿necesariamente debe consistir en Dios? Necesariamente: no puede consistir en las riquezas que, respecto al hombre, tienen un carácter instrumental —ponerlas como fin es el máximo daño y miseria espiritual—; ni en los honores que suponen una excelencia real en quien los recibe; ni en la fama o gloria mundana que es un reconocimiento de méritos ya existentes; ni en el poder que tiene características extrañas a la beatitud (por ej. la oscilación entre el bien y el mal); ni en otro bien creado, cualquiera sea. A diferencia de todos los bienes finitos, la beatitud "est bonum perfectum, quod totaliter quietat appetitum; alioquin non esset ultimus finis, si adhuc restaret aliquid appetendum. Obiectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum; sicut obiectum intellectus est universale verum. Ex quo patet quod nihil potest quietare voluntatem hominis, nisi bonum universale. Quod non invenitur in aliquo creato, sed solum in Deo: quia omnis creatura habet bonitatem participatam. Unde solus Deus voluntatem hominis implere potest..." (20).
Nos encontramos frente a una antropología teológica que, en el momento que excluye cualquier tentativa de reducir el problema de Dios a aquél del hombre, esto es transcribir todo el "mítico" discurso teológico en términos de discurso "positivo" sobre el hombre o de llevarlo desde el nivel de la "representación" o "imaginación" a aquél exclusivamente "racional" del concepto, lo coloca como necesitado desde su interior de la respuesta positiva sin que ésta sea una simple atenuación dogmática o una "búsqueda" voluntarística consoladora o el "salto" en Dios por desesperación; es respuesta positiva y filosófica porque aquella negativa contradice la condición intrínseca de la pregunta, que tiene como centro la estructura ontológica o el ser de la creatura que la formula.
Como se ve, todo el discurso filosófico de Santo Tomás, como el de San Agustín y el de cualquier otro pensador auténticamente cristiano, se funda en el principio de la creatio ex nihilo, el único que permite construir una metafísica del ser, de la verdad, del bien, en cuanto que es el único que justifica racionalmente el Ser infinito, absoluto, trascendente y el ser de los entes finitos, como justifica la autonomía del saber humano y de la acción, del intelecto y de la voluntad, y al mismo tiempo, como participados, su dependencia de Dios. En el interior de aquel principio tienen toda su relevancia, es más, surgen del mismo, los conceptos de participación y de analogía, con todas sus implicancias frente a los problemas gnoseológicos y prácticos. Otra metafísica, cualquiera sea, que no parta del principio de la creatio ex nihilo, a pesar de los aportes positivos que puedan tener así, p. ej., las de Platón y Aristóteles— no pueden justificar la positividad del ente finito y comprometen incluso la del Ser trascendente. No por nada Santo Tomás, que aconseja soportar la ley injusta para evitar males peores, se convierte en intolerantísimo cuando aquélla lesiona el sumo Bien que es Dios: en este caso la ley no obliga a la conciencia, incluso aún pudiendo aportar beneficios temporales a los hombres, y es necesario desobedecer hasta el martirio: la ofensa a Dios es una lesión de la ley natural en cuyo fin está el perfeccionamiento de la creatura, perfeccionamiento que se cumple en la visión beatífica de Dios; y es un derecho natural aspirar a la beatitud, es decir, a la perfección última. No por nada el mismo Santo Tomás asigna como premio de los gobernantes justos, no el honor y la gloria terrenos, bienes finitos, sino la beatitud celeste por haber contribuido al bien de la comunidad.
La originalidad perenne del Aquinate es la de haber innovado profundamente la filosofía del ser, que es la verdad para el intelecto y el bien para la voluntad. Perder el horizonte del ser es perder el hombre y, con el hombre, la comunidad humana. Ni la ontología ni la metafísica tomista están ligadas a la física aristotélica o a cualquiera otra: uno es el mundo físico, objeto de la ciencia, otros son los principios ontológicos y metafísicos, objeto de la filosofía: éstos están fundados sobre el análisis crítico y riguroso del ente inteligente y volente; los problemas tratados son los nuestros y las soluciones dadas nos imponen no el rechazo, sino la profundización crítica y, al mismo tiempo, humilde. Pueden desaparecer y desaparecen, o, si se prefiere, son corregidas todas las concepciones físicas, la metafísica del ser permanece en las varias prospectivas que, en su interior, han sido o serán formuladas, sin que alguno de los filósofos que las proponen pueda ser tomado como norma fija e inmutable: cada una y todas son siempre repropuestas, repensadas y profundizadas, pero con mucha prudencia y responsabilidad, sobre todo con verdadera inteligencia especulativa, condición necesaria para no abandonarse a los alegres festejos de "aggiornamentos" superficiales y peligrosos.
La Iglesia Católica, fundada por Cristo, enseña a los hombres a celebrar la Navidad y la Pascua, a rescatar el tiempo en el Eterno; el mundo tiende a la celebración del tiempo por sí mismo, de la historia como fin en sí misma. La Iglesia enseña infaliblemente la sola esperanza fundada; el mundo, a falta de ésta y confiándose a los días que no subsisten por sí mismos —y no tiene otra cosa que ofrecernos—, nos seduce con la utopía.

Tomás, el filósofo del ser y del Ser, es un pensador grandísimo de la esperanza cristiana. Con Agustín puede repetir vuelto hacia Dios creador: "Tu enim aditivas qui condidisti, tu non deseris qui creasti" (21).


Tradujeron del italiano los seminaristas MARIO CARGNELLO, Diácono, de la Diócesis de Catimarca, 4º año de Teología, y ALBERTO H. CASAS RIGUERA, de la Arquidiócesis de Paraná, 2° Año de Teología.




Notas al pie.

(1) Contra Gent., I, c.XVI: "unumquodque agit secundum quod est actu. Quod igitur non est totus actus, non toto se agit, sed aliquo sui. Quod aulnn non loto se agit, non est primum agens: agit enim alicuius participatione, non per essentianí suam".

(2) A. CATURELLI, La filosofía medieval, Córdoba, 1972, pp.259-260.

(3) S.Th. I-II, 1, 1.

(4) S.Th. 1-11,91,3: "Unde et in ipsa (en la creatura racional) participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur".
(5) S.Th. I-II,57,4

(6) S.Th. I-II,58,3

(7) De Potentia, 3,5. Cfr. De malo 1,1; S.Th. I,44,2; I,65,1; 1,49,3; Con-ira Gent. II, c.XLI.

(8) S.Th. II-II, 179,1.

(9) De anima, lib.II, lect.l, n.230.

(10) Qaest.disp. de anima, 1.

(11) De unit. intell. V,120.

(12) S.Th. I-II,1,4; 1-11,2,8, donde se demuestra que "impossibile est beatitudinem hominis esse in aliquo bono creato". En efecto, la beatitud "est bonum perfectum, quod totaliter quietat appetitum; alioquin non esset ultimus finis, si adhuc restaret aliquid appetendum. Obiectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum; sicut obiectum intellectus est universale verum. Ex quo patet quod nihil potest quietare voluntatem hominis, nisi bonum universale. Quod non invenitur in aliquo creato, sed solum in Deo; quia omnis creatura habet bonitatem participatam. Unde solus Deus voluntatem hominis implere potest..."

(13) De Malo, 8,1: "Praeterea, passiones animae ad peccata inclinant. Sed prima passionum est amor, ex qua omnes affectiones animae oriuntur, ut Augustinus dicit XIV de civ. Dei. Ergo amor inordinatus debet máxime poni vitium capitale; praesertim cum Augustinus in eodem libro dicat, quod amor sui usque ad contemptum Dei facit civitatem Babylonis".

(14) S.Th. I,12,1 ("porque como la suprema felicidad del hombre consiste en la más elevada de sus operaciones, que es la del entendimiento, si éste no puede ver nunca la esencia divina, se sigue o que el hombre jamás alcanzaría su felicidad o que ésta consiste en algo distinto de Dios, cosa opuesta a la fe, porque la felicidad última de la creatura racional está en lo que es principio de su ser, ya que en tanto es perfecta una cosa en cuanto se une con su principio. Pero es que, además se opone a la razón, porque, cuando el hombre ve un efecto, experimenta deseo natural de conocer su causa, y de aquí nace la admiración humana, de donde se sigue que, si el entendimiento de la creatura racional no lograse alcanzar la causa primera de las cosas, quedaría defraudado un deseo natural. Por consiguiente se ha de reconocer que los bienaventurados ven la esencia divina". La traducción transcripta pertenece al R.P. Raimundo Suárez O.P. y aparece en el texto bilingüe de la Suma Teológica. Tomo 1º, de la Ed. BAC, n.29, Madrid, 1964, 3ª ed. N. del T.).

(15) S.Th. I-II,3,8. ("La última y perfecta bienaventuranza no puede estar sino en la visión de Dios. Para evidenciarlo deben considerarse dos cosas: primera, que el hombre no es perfectamente feliz mientras le quede algo que desear y buscar; segunda, que la perfección de cada facultad debe apreciarse por la naturaleza de su objeto. Ahora bien, el objeto del entendimiento es 'lo que cada cosa es', a saber, la esencia de las cosas...; por lo cual la perfección intelectual se mide por el conocimiento de la esencia de una cosa... De ahí que en el hombre quede, después de haber conocido el efecto y la existencia de su causa, un deseo natural de saber también 'qué es' la causa... Si, pues, el entendimiento humano, al conocer la esencia de un objeto creado, no sabe de Dios sino que 'existe', su perfección no se ha elevado aún a alcanzar pura y simplemente la Causa primera; le queda el deseo natural de indagar y conocerla y, por consiguiente, aún no es perfectamente dichoso. En conclusión, para la perfecta beatitud se requiere que el entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios, como su objeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre..." La traducción transcripta pertenece al R.P. Teófilo Urdánoz O.P. y aparece en el texto bilingüe citado en la nota anterior, Tomo 4º, BAC, n.126, Madrid, 1954, N. del T.).

(16) S.Th. I,12,1; I-II,10,1. Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Dieu, son existcncc et sa nature, París, Beauchesne, 1914, p.305; J. DE FINANCE, Étre et agir dans la philos, de S.T., Roma, Pont. Univ. Gregoriana, 1960, pp.174 y ss.

(17) S.'l'h. I,16,1: "Sicut autem bonum est in re, inquantum habet ordinem ad aippetitum..." Cfr. también I-II,8,1 y 22,2.

(18) S.'l'h. I,6,1

(19) S.'l'h. I,19,1

(20) S.Th. 1-11,2,8. ("La bienaventuranza es el bien perfecto, que totalmente sacia al apetito; de otra suerte no sería el fin último, si pudiera desearse algo más. Pero el objeto del apetito humano o la voluntad es el bien universal, como el objeto del entendimiento es la verdad universal. De ahí que nada pueda aquietar la voluntad del hombre sino el bien universal, el cual no se encuentra en cosa creada sino en Dios únicamente, porque toda creatura tiene bondad participada. Por consiguiente, sólo Dios puede llenar la voluntad humana..." La traducción transcripta pertenece al R.P. Urdánoz, y aparece en el Tomo citado en la nota 15. N. del T.).

(21) Enarr. in Ps. XXVI, 17.

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