Per Matrem et Magistram ad cor Filii

Per Matrem et Magistram ad cor Filii
Recibamos en nuestros hogares a la Virgen Peregrina, Madre de la Providencia y Madre de Misericordia

jueves, 26 de noviembre de 2009

Rodrigo Rey Rosa
 
La entrega
La luz del cuarto estaba encendida. Eran las cuatro y media de la mañana de diciembre. Lo despertó la voz de un viejo amigo de su padre que le gritaba desde fuera: "Llamaron. Dicen que vayas a al plaza de Tecún." Él no respondió, se incorporó en la cama, se pasó la mano por la cara y el pelo, y se volvió a acostar, para quedar inmóvil, la mirada fija en el techo. Luego se descubrió y se levantó con rapidez; estaba vestido. Revisó su billetera y se agachó para sacar un bulto de debajo de la cama: una bolsa de viaje negra. Tanteó su peso y se la echó al hombro. Apagó la luz, salió del cuarto y bajó las escaleras con olor a madera recién encerada. Cruzó una antesala y siguió por un corredor. El hombre que lo había despertado lo aguardaba en el zaguán, con una sonrisa compasiva, pero él pasó a su lado sin hacerle caso y salió por la puerta. "Como un sonámbulo", pensó el otro. En el garaje había un automóvil gris. Metió la bolsa en el baúl, se puso al volante y arrancó.
Las calles estaban desiertas. Se dio cuenta de que había llovido, y de lo familiar qu ele era el reflejo de los faros y las luces verdes y rojas sobre el asfalto mojado; se dio cuenta de que temblaba de frío. "La plaza de Tecún", se dijo, y sonrió mecánicamente. "¿Por qué me da risa?" En vez de buscar la explicación, hizo un esfuerzo por dejar de pensar; se concentró en el momento presente. Poco después dobló a una avenida muy iluminada; ahora que la recorría él solo, imaginaba un túnel enorme. No sentía angustia; lo que estaba haciendo había sido ordenado por una fuerza indiscutible, una de esas cosas "más importantes que la vida misma".
El trayecto hasta la plaza de Tecún fue de cierta manera placentero; reinaba el silencio, y había logrado mantener en paz sus pensamientos. Era como revivir una noche lejana; se observaba a sí mismo como quien observa un rito, con inocencia, con una especie de temor. Cuando llegó a ala plaza se vio impresionado por la silueta de la estatua. Estacionó lentamente y encendió una linterna. Anduvo hasta el pedestal y notó que la lanza y los gigantescos pies de la estatua estaban corroídos por el óxido. En el suelo había piedra de tamaño de un puño cerrado y, debajo un papel blanco. Levantó la piedra y tomó el papel. De vuelta en el auto, lo desdobló rápidamente. Leer las palabras ahí escritas fue como pronunciar una fórmula. (El futuro inmediato y el pasado inmediato irrumpieron como agujas en la burbuja artificial del momento presente.) "Conduzca a 50 kilómetros por hora. Baje las cuatro ventanillas. Siga la línea roja indicada en el mapa."
Al dejar de analizar sus propias reacciones, había conseguido no imaginar la apariencia de las personas que gobernaban su destino, pero ahora sus reflexiones incluyeron la presencia de una voluntad humana; comenzaba a entrever sus facciones. Examinó el mapa; la línea roja era una callecita que daba a ala plaza. Bajó las ventanillas y siguió.
Mientras avanzaba calle abajo, iba aumentado su aversión; los canales de su memoria refluían. Aunque las circunstancias no dejaban de parecerle extrañas, fue adquiriendo la sensación de que llevaba a cabo una rutina. La línea que representaba su camino convergía al final con la calle del mercado. Se vio obligado a conducir más despacio; hombres cargados con costales y cajas cruzaban la calle taciturnos, parecían que andaban con los ojos cerrados. Volvió a mirar el mapa, se estacionó frente a un puesto de verduras. Un hombre salió de detrás de unos toneles blancos que estaban en la acera y le hizo una seña. Él abrió la portezuela trasera, y el extraño, seguido por otros dos hombres, subió al auto. Nadie dijo nada. Él estaba pálido, y aún temblaba de frío. "¿Adónde?", preguntó. "¡Adelante! ¡Adelante!", le ordenó una voz desde atrás.
No había salido el sol, pero ya estaba claro. La calle fue despejándose de gente. "Vamos más rápido", le dijeron. Atravesaron la ciudad en dirección norte. Conducía con calma; se daba cuenta de todo al avanzar. Veía pasar las puertas, las ventanas y los muros, y luego las arboledas y el paisaje a derecha y a izquierda del camino, pero nada entraba en su conciencia. Imaginó la cara de un hombre rayada por la línea roja del mapa; era como una forma producida por un mago, y así, inesperadamente, desapareció. "Ya está lejos la ciudad", se dijo.
Uno de los hombres habló: "Deténgase bajo esos pinos", y señalo a la derecha del camino. Le fue necesario frenar con violencia. Entonces advirtió que un auto blanco se acercaba en sentido contrario; se detuvo junto a ellos. Le ordenaron que se bajara y, a empujones, le hicieron subir al otro vehículo. Cuatro manos le sujetaron los brazos y alguien le puso unos anteojos velados. Oyó una voz agria que decía: "Sí, es el dinero." Se oyó el sonido explosivo del baúl al cerrarse. Hubo un rechinido de neumáticos, y él comprendió que se llevaban su auto. "Ya tienen lo que querían", pensó. "¿Por qué me hacen esto?" Luego, lentamente, el auto en que él estaba empezó a andar. "¿Que pasa?", preguntó. La respuesta fue un golpe seco en la región del hígado. Sintió náuseas, quiso doblarse hacia adelante pero selo impidieron; vomitó un poco de saliva y un líquido amarillo. Después olió alcohol, y sintió una fricción fría en la nuca. "Lo vamos a dormir", le dijeron, y lo sorprendió el pinchazo de una aguja. "Van a matarme", se dijo en voz alta. Se le nubló la vista, oyó un zumbido intenso. Quiso decir algo, y vio que no podía articular. Los des hombres que estaban a su lado lo acomodaron a los pies del asiento y lo cubrieron con una manta verde. Su mejilla botaba contra el suelo del auto y lo abrumaban las vibraciones del motor. Advirtió que su respiración perdía fuerza, y en sus adentros sintió: "Estoy muriendo." Sus ojos estaban abiertos, pero el contorno de las cosas era irreal. "¿Adónde me llevarán? -se preguntó -; si ya no hace falta que vaya a ningún sitio."
Se dirigieron a la ciudad. Tomaron por una de las vías principales, doblaron dos o tres esquinas, y entraron en una casa con un jardín grande y bien cuidado. Entre tres hombres lo metieron en la casa, y lo llevaron a un cuarto subterráneo. Allí había un catre de tijera, un cubo de agua y un rimero de libros. Lo acostaron en el catre, y uno de ellos, el más joven, se sentó en una silla junto a la puerta. Los otros salieron y corrieron el cerrojo por fuera.
Permaneció inconsciente durante mucho tiempo. Abrió los ojos y movió lentamente las pupilas. "El infierno", pensó, y el pensamiento resonó y resonó en su interior, pero cada vez más débilmente. Intentó mover una mano y no lo consiguió; le parecía que su corazón descansaba largamente entre latido y latido. No le fue posible elaborar otra frase; las ideas parecían y desaparecían, una tras otra, inconexas.
Era ya de noche cuando alguien bajó corriendo las escaleras del sótano, dio dos golpes a la puerta, descorrió el cerrojo y entró. "los agarraron-le dijo al que hacía de guardia- con el dinero. Tenemos que sacarlo de aquí." Entre los dos lo levantaron del catre, lo subieron al garaje, lo volvieron a meter en el auto. Arrancaron y salieron a la calle. Cruzaron la cuidad con precaución y tomaron la autopista del oeste. Después de andar unos minutos, estacionaron en una curva muy abierta. Lo sacaron de auto y lo pusieron boca abajo en el asfalto. El joven se acuclilló a su lado y dijo: "Yo creo que ya está muerto." Se sacó un revólver del cinto, y sin mirar, hizo fuego. Por el lado del norte relampagueaba.
Más tarde, cuando abrió los ojos, una intensa luz lo encandiló. Miró a su alrededor, y vio que las paredes giraban. Una mujer vestida de amarillo se le acercó, le tocó la mano, se inclinó sobre él, le pasó los dedos suavemente por el pelo. Sus labios se movieron, pero él no la pudo oír. La miró en los ojos, y le pareció que sus cuencas estaban vacías. "Son bonitos," pensó, y trató de decírselo, pero las palabras quedaron en su boca. La mujer le puso los dedos sobre los párpados y se los cerró. Le acarició la cara y el dorso de las manos, y se apartó de él. Él sintió un estallido en el tórax. Una voz le preguntó: "¿Estás dormido?" Él asintió mentalmente, pero "Estoy muy despierto". Pensó para sí. "¿Sabes quien soy?". Siguió la misma voz. No trató de responder, pero comprendió que era su mujer. La habían libertado. Luego sintió otro golpe: un sonido débil. "Es mi corazón", pensó, y para sus adentros: Es suficiente. Que se detenga.
Para mis padres




La señal
La primera vez me sucedió en T., ciudad que creen misteriosa quienes no la conocer y quienes la conocen mejor. Amanecí, y me miraba en el mal conservado espejo del cuarto de baño en el piso superior de la Villa Sadi-Sahda, cuando noté el arañazo que me señalaba el rostro. Quise hacer memoria, pero no recordaba haberme herido la noche anterior, y si lo había hecho durante algún sueño, el sueño se había borrado por completo. Dos días tardó la señal en desaparecer de mi mejilla.
La segunda vez, siete noches después, estaba en M. Me desperté con un arañazo semejante, y sin el más débil recuerdo de un accidente o sueño alguno que lo explicara. Pero esta vez, acaso movido por la extraña sensación que el aspecto de la herida me causaba, me resolví a encontrar el motivo y a descubrir la manera en que se había producido.
Comencé por imaginar que yo mismo, en medio de una posible pesadilla, pude haberme señalado el rostro. Pero me parecía imposible que , dormido, hubiera conseguido producir dos heridas idénticas: una línea que comenzaba justo bajo el centro de mi ojo y bajaba, haciéndose más profunda, formando una media luna que terminaba junto a la comisura de mis labios. Así señalado, me resultaba embarazoso hablar con cualquiera, aun con los desconocidos.
Durante el viaje entre M. y G., decidí ir a hablar con un viejo amigo sobre mi problema. Cuando le hube narrado el caos, se sonrió. Y sin embargo, accedió a pasar conmigo la noches siguientes, para vigilar mi sueño. Nueve noches permaneció a mi lado, sin observar nada extraordinario. Pero la primera mañana cuya noche pasé solo, la señal apareció de nuevo. Así que fui a su casa para mostrársela. Después de examinarla, prometió que volvería a velar mi sueño. Se acomodó en la habitación contigua, y me pidió que hiciera un pequeño agujero en la pared divisoria, para, que según me explicó, pudiera observarme sin que su presencia afectase la posible actividad subconsciente durante mi sueño. A lo largo de veintisiete noches sin fruto me veló con perseverancia, y al cabo de este período ambos nos dimos por vencidos. Y otra vez, la segunda noche que pasé solo, la señal se produjo, aunque esta vez con una variante: en lugar de la curva descendente, era una U invertida, justo bajo el ojo.
Estaba claro que una segunda persona, incluso oculta, impediría que el misterioso signo apareciera en mi rostro; así que renuncié a la idea de pedir ayuda externa. No salí de la casa aquel día; no quería ser visto por nadie, y me encerré en el cuartito que me servía de estudio, decidido a resolver le problema. Sólo una cosa sabía: la respuesta la tenía que encontrar yo solo.
Resultaría tedioso describir los diversos medios que ideé para mirarme a mí mismo mientras dormía, y reconozco que la idea misma era tan absurda, y tan monótona la busca abstracta a la que me había entregado que, reclinado sobre el escritorio, me vi vencido por el sueño. Lo que soñaba, no era sino la prolongación del asedio producto de mi obsesión. En el baño había un espejo circular, y soñé que lo descolgaba de la pared para llevarlo a mi cuarto. Tomé varios libros de la librería y con ellos me levanté una columna para apoyar el espejo, de manera que, estando yo tendido en la cama, podía ver mi reflejo de cuerpo entero. Luego saqué dos pinzas de una cajita y, no sé cómo, las apliqué a cada uno de mis párpados, de suerte que me era imposible cerrar los ojos. Me quedé dormido con lo ojos abiertos, y me miraba en el oblicuo espejo. Entonces oí algo, como el aleteo de un pájaro. Era algo sin forma claramente definida, una nubecita con garras, lo que vino a golpearme la cara. Inútilmente forcejeé, tratando de juntar los párpados. Y entonces, desesperado de mi propia impotencia, me desperté. Mientras reconstruía mi sueño, me fui librando del miedo.
Más tarde por la noche, recostado en la cama, creyendo que así pondría fin al misterio, empecé a escribir este informe. Y no obstante, dos mañanas después, ahí tenía la señal, ahora inesperada, una letra U invertida debajo del ojo.




 
El monasterio
I
En la cumbre, donde el cielo se une con la montaña, hay una casa grande. Había sido un convento, pero los frailes lo abandonaron. Una noche, fray Angelo despertó dando un grito. Los hermanos que lo oyeron despertaron también. Fue un grito largo. Cuando los religiosos que dormían en el piso de abajo lo encontraron, todavía salía un silbido ronco de su garganta. Estaba desnudo. Parecía que varias manos hubiesen rasgado sus hábitos, y su cara mostraba arañazos profundos. El superior ordenó llevar agua fría y agua hirviendo al cuarto. Luego, se ató al hermano a los postes de la cama. Al clarear el día, fray Angelo había muerto· El hecho se repitió con fray Bartolo, con fray Natalio, con fray Fortunato y, por último, dándose por vencido, el superior cerró el convento.
Ahora, el edificio está vacío. Es una casa de tres pisos y amplio sótano. En el centro hay un patio donde los hermanos solían pasear cuando oraban. En el piso más bajo están la capilla mayor y el oratorio, en la parte norte; la cocina y el comedor, al sur; al este una pared con una sola entrada; al oeste, la oficina del superior, y a su lado, comunicada por una puertecita, está la oficina del asistente. En los dos pisos de arriba hay treinta y seis dormitorios y en el sótano están las celdas, treinta y seis también, cuartos muy apretados y sin luz.
II
El viento y los árboles producían una especie de canto, recordé lo que me dijo mi padre cuando dejé la casa: "Cuando vuelvas todo estará igual."
Se llega al monasterio subiendo por un sendero. Al caminar, las ramas, a un lado y otro me rozaban los hombros y, a veces, las mejillas. "Se inclinan a mi paso para reconocerme", pensaba para mí. "Es el hijo del comerciante -dirían cuando ya no pudiera oírlas -, quiere abandonar el mundo." Abajo, al volverme, vi -allá lejos- el pueblo. No quería regresar. En otro tiempo caminaba hasta llegar a la orilla de la islita de casas y veía el sol caer, detrás del campo verde, o rojo. Era una manera inexplicable de gozar. Pero, tardes después, aunque seguía caminando y veía el atardecer, nada se movía ya dentro. Veía la luz perderse bajo la tierra; los atardeceres eran como gotas que me torturaban con su constancia. Y durante las noches, las estrellas eran puntos inservibles. ¿Qué enfermedad había nublado mi pensamiento? La oscuridad había bajado, lenta, sobre mi; como una nube se tendió sobre mi horizonte. ¿Cuál era la causa? La encontré durante un sueño, en una hoja de papel, escrita con letras que me dieron la impresión de muy antiguas. Se leía: "La Cause de Todas las Causas es Dios." Sopló el viento y me arrebató el papel de las manos. Se lo llevó jugando con él.
La causa de mi aburrimiento, lo supe entonces, era Dios. Al despertar, el sol estaba en lo alto. Mientras esperaba a mis padres -que volverían del almacén- busqué en un mapa el sitio donde se encontraba el convento. Cuando llegué al final del camino, mi ropa estaba en jirones y sentí los arañazos que las ramas dejaron en mi rostro. Estaba en la cima de la montaña. El viento silbaba. Atravesé el umbral del edificio; por fuera, los muros estaban cubiertos de hiedra; por dentro eran negros; no había tejado, y, dentro, el viento era silencioso, callado.
Llegó la noche. Me acosté en el suelo y me quedé dormido, aunque no profundamente, sino vacilante: entre sueño y vela. Lo que veía, era y, al mismo tiempo, parecía no ser. Los muros cambiaron, se cubrieron de blanco. En el centro del patio había una fuente y hacia el norte, un árbol. Me puse de pié y fui a sentarme a su sombra. Veía la luna en le agua de la fuente. Una línea luminosa bajó del cielo. "Un espíritu", dije, casi despertándome. Sus tejidos eran transparentes y un flujo de colores corría en su interior. Pero al ver su cara, sentí miedo, y con un grito interior le dije: "No." Y desapareció.
Cuando me vi solo, reflexioné con temor. Poco después, un hombre entró en el monasterio. Sus pies, al andar, parecían que no tocaban el suelo. Se acercó y, en silencio, se sentó junto a mí. "¿Qué buscas?", me preguntó. Su voz era baja y pastosa. "Qué buscas," repetí para mí. El sonido de las palabras se extendía sobre el silencio. Yo buscaba el descanso, pero la soledad y el silencio me atormentaban. "¿Conoces a Regina?", le pregunté, dirigiendo la mirada hacia él. No se volvió para mirarme. "Entonces no puedo ayudarte", respondió. Se puso de pie y caminó hacia la puerta. Corrí tras él y lo alcancé. Se detuvo y me miró. Su cara era suave. "No sé lo que busco; tal vez no lo sé·" Hablé con dificultad; miraba al suelo y movía la cabeza. Él regresó a la fuente y yo lo seguí. "Acuéstate y cierra los ojos", le oí decir. Vacilé un instante, pero le obedecí. Aunque sabía que soñaba, todo estaba impregnado de realidad. Sus dedos me tocaron la frente. Un frío doloroso me atravesó. Su otra mano sujetaba mi garganta. Dos cotas tibias corrieron, bajando has mi sien, y las oí, una después de la otra, al caer al suelo. "¡Abre! ¡Abre!", escuché. Separé los párpados: todo se había transformado. Avanzaba, desvaneciéndome, en la oscuridad y atrás quedaba un hilo. Delante, suspendido en el aire, brillaba un cuerpo. Parecía una enorme moneda. Recordé que soñaba.
Me desperté. Se levantaba el sol, y sus rayos entraban por la puerta. Un rumor intenso me hizo levantarme. Corrí y, al pasar bajo el dintel, vi que estaba cubierto de insectos blancos y diminutos. "Termes", pensé. Di unos pasos más y un sonido sordo se produjo a mis espaldas. Me volví para ver qué sucedía, y luego corrí hasta llegar al pueblo, sin detenerme.
Para Salvador Aguado Andreut (1910-2005)
Salvador Aguado Andreut
Salvador Aguado Andreut


Polvo en la boca
«Una más», se dijo a sí misma sonriendo. Estaba sola en lo que le parecía el cuarto miserable de un hotel. Los tabiques no tocaban el techo, y del cuarto contiguo llegaba una luz gris. Se incorporó en la cama, vencida, en la que no lograba dormirse. La pastilla verde que se puso en la boca era amarga, y, sin agua, hizo una mueca al tragar. No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado allí. Estaba perdida; pero seguramente esto era un hotel. Se oía el canto de un gallo. Por algún camino se iba alejando el ronquido de un motor. Sentía que se movía la cama. Una pastilla más.
  La mañana la encontró vacía, sin recuerdos, con el malestar del alcohol; sus pies colgaban al final de la cama y le dolía la espalda. «Dios, Dios, Dios», dijo en voz baja, a la vez irónica y desesperada. El suelo era de concreto pero no estaba frío. Empujó la puerta, que no se abrió completamente, y miró el cielo bajo y gris. Estaba en el patio de un hotel en el que no recordaba haber entrado. Las puertas de los cuartos no estaban numeradas. Atravesó el corredor y salió a la calle.
  Recordaba esta calle, que era de piedra. La había visto ayer, pero el día de ayer le parecía muy lejano. Creía recordar las paredes blancas, los tejados. ¿Había habido gente en la calle? Era un pueblo muy tranquilo, demasiado tranquilo. Esta quietud no era natural y no presagiaba nada bueno, lo sabía. No recordaba el nombre del lugar.
  ¿Por qué no se veía a nadie? ¿Qué día era hoy? Y contaba con los dedos: ¿lunes? ¿domingo? Probablemente lunes. Un pueblo tan silencioso el domingo le habría preocupádo demasiado. El lugar estaba muerto. Recordó que por la noche había cantado un gallo, y eso era mejor que nada. Ahora oía sus pisadas en las piedras. Se acercaba a la plaza principal. En el fondo de la calle se alzaba el costado de una iglesia. Algo le decía que no se acercara más. Se detuvo. Miró calle arriba y calle abajo. Se dio vuelta y comenzó a correr, alejándose de la plaza. Había oído un grito, que llegó débilmente. ¿El grito de un niño? Venía del interior de la iglesia, ¿o lo había imaginado? Dejó de correr, pero siguió andando de prisa y no paró hasta encontrarse dentro del hotel. Cerró la puerta y luego la entreabrió para sacar la cabeza. La calle estaba desierta.
  Quería preguntar a alguien qué pueblo era éste. ¿ Dónde estaba el encargado del hotel?
  -¿Ave María? -llamó suavemente; no se atrevía a gritar. Tenía una mano sobre el pecho y andaba paso a paso por el zaguán, mirando a un lado y a otro.
  Recordó un autobús lleno de gente; así había llegado. Se detuvo en el corredor. Silencio. Éste era un hospedaje de cuarta categoría. ¿Por qué había pasado aquí la noche? Cruzó el patio hacia su cuarto. Se sentó en la cama. No tenía reloj. ¿Dónde estaba el sol? Se miró las manos. ¿Qué había hecho por la noche?
  Una melodía, la letra de una canción. Sí. Un salón lleno de gente, hojas de pino por el suelo. ¿Un baile? Algo que había querido olvidar. Un hombre, el que le había dado las pastillas. Por él, sin duda, estaba aquí. Se veía las lineas de la mano, como si algo hubiera estado escrito en ellas. Recordó un camino de tierra y un río que corría entre montañas. Oscurecía. Recordaba que el pequeño autobús daba saltos y virajes bruscos. Pero no recordaba cuándo se había subido ni hacia dónde iba. No sabía si se dirigía hacia el norte, o hacia el sur. El recuerdo del camino rápidamente se desvanecía; no quería que desapareciera, temía no volver a encontrarlo.
  Salió del patio. En ese cielo oscuro el sol era invisible, y en el suelo de piedra nada proyectaba sombras. Parecía que todos los cuartos estuvieran vacíos. Oyó ruidos de pisadas que venían de la calle. Estaba asustada, y corrió hacia su cuarto. Cuando cerró la puerta, pensó que algo ocurría ahí afuera de lo que ella no quería enterarse. Entonces, tuvo un recuerdo que no sabia si era el recuerdo de un sueño. Le había dado a un hombre un golpe con una piedra en la cabeza. Una piedra pesada, con la forma de un huevo; lo golpeaba a traición. El hombre era su esposo.
  Los sonidos que llegaban del zaguán eran voces de hombres, una de ellas muy aguda. Se iban acercando por el corredor. En el cuarto contiguo, a la derecha, alguien llamó a la puerta. Un momento después, tres golpes secos en su propia puerta le hicieron dejar de respirar. La puerta se abrió.
  El aire apestaba debajo de la cama. Las sábanas caían por el borde de la cama hasta el suelo, y no pudo ver los pies de quien entraba. El frasquito de las pastillas había quedado encima de la cama; le pareció que el hombre se inclinaba a cogerlo. Le oyó girar sobre sus talones, y la puerta se cerró. Ahora llamaba a la puerta del otro cuarto, el de la izquierda.
  Miraba los ovillos de polvo y las telarañas viejas que temblaban con su respiración. No podía quedarse ahí más tiempo. Cuando los ruidos se hubieron alejado, el miedo se convirtió en una sensación de incomodidad, de vergúenza. Salió lentamente de debajo de la cama. Tenía que enfrentarse con el encargado y pagar el cuarto. Iría a la plaza. Quería comer algo. Luego averiguaría la salida del próximo autobús para la capital. Empujó la puerta, pero no se abrío. Empujó con el hombro; estaba encerrada. 
  No quería dar patadas a la puerta ni gritar. Se puso de pie en la cama y miró por encima del tabique; su cuerpo no podría pasar. Se sentó en la cama. Tenía hambre y la boca le sabia a papel. Abrió los ojos y se quedó mirando fijamente el suelo, porque recordaba que antes de tomar el autobús había viajado con su esposo en un avión. El tamaño del ala de metal bajo su ventanilla le había parecido absurdo. Sintió que se había alejado tanto en este viaje que le seria imposible regresar. Se puso de pie y volvió a probar la puerta. La empujó con todo el cuerpo, la golpeó con los pies. Era más fuerte de lo que parecía. Gritó. Y tuvo la sensación aterradora de que el grito no salía del cuarto. Volvió a gritar. 
  ¡Era ridículo! Creía que no serviría de nada presentar una queja ante el dueño del hotel. Golpeó la puerta con los puños. Alguien tendría que venir.
  De pronto la invadió el cansancio y se tendió en la cama. La pared estaba húmeda y olía a hongo. ¿ Por qué estaba segura de que estaba en un hotel? El techo era demasiado bajo. Cerró los ojos. Le hubiera gustado que alguien le diera un masaje en el cuello, pues le dolía. Juntó las manos sobre el vientre. Comenzó a frotarse la boca del estómago, para engañar el hambre. Tenía que tranquilizarse. No era fácil esperar allí tendida. La atravesaron recuerdos claros, pero tan antiguos que no podía situarlos en el tiempo. ¿Cuántos años tenía la primera vez que vio su propio rostro? Recordaba el marco labrado del espejo.
  Su madre la había conducido al cuarto que unos años más tarde seria el suyo. Las cortinas estaban corridas. Su abuela, muerta, parecía dormir en la cama. Su madre la había llevado hasta la cama, y ella había alargado la mano para tocar la nariz, que ya estaba fría. «No -le dijo su madre-. Dale un beso.» Le hubiera gustado saber si en la muerte continuaban los sonidos. Ahora, dejó de recordar para buscar algún sonido. La luz se había hecho más débil. La cara congelada de su abuela le decía: «También tú has muerto. Estás muerta.»
  Desde que se dio cuenta que la puerta había sido cerrada por fuera, desde que gritó y sintió que su grito no era oído, esa idea había comenzado a fermentar en su cabeza. Ahora la atravesó como una luz y la paralizó. Un frío en la sien fue el resultado de querer levantar una mano y no lograrlo. El frío bajaba hacia sus piernas, hasta sus pies, y subía, como si corriera con la sangre. ¿Tenía los ojos abiertos o cerrados? Parpadeó. Ya no había luz.
  ¿Cuánto tiempo había estado allí? No podía creer que fuera un día. La cama comenzó a mecerse y de pronto saltó. Fuera de si, rodó por el suelo. Había oído un rumor que ahora era un rugido. El suelo también se mecía. Se había golpeado la cabeza. Las patas de la cama rechinaban.
  «Tengo que estar soñando -se dijo a si misma-.¡Estoy muerta y sigo soñando!» La entusiasmaba la idea. Llegó a imaginar que de alguna manera ob servaría etapa por etapa el proceso de su descomposición. La carne se convertiría en gusanos. Era la forma más humilde que hubiera imaginado de la transmigración, pero en ese momento le bastaba. Un ruido infernal rompió en el cuarto; le hizo saltar y caer de espaldas. No podía estar muerta, pensó. Del cielo raso caían pedacitos de tierra. ¿La enterraban? «¡Estoy viva! » gritó. Y repitió en voz baja: Estoy viva. Tenía polvo en la lengua. Quería escupir.
  Unos minutos de calma. No quería abrir los ojos, pero tampoco quería tenerlos cerrados. Comenzaba a tener sueño y sabia que no debía dormirse. Le parecía que en el sueño se olvidaría de sí misma, que despertaría convertida en otra: la diosa tutelar de una colonia de gusanos. La locura. Por fin el sueño la venció.
  Despertó. Dos hombres la arrastraban en una postura no del todo incómoda a través del patio. Se dio cuenta de que no les temía. El calor de sus brazos era un alivio. Tenía frío.
  Salieron a la calle. El cielo era rojo. Sentía que no necesitaba de los hombres para andar, pero dejó que continuaran sujetándola. De tiempo en tiempo la tierra temblaba y se oía ese rumor sordo que ya conocía. Entraron por una puerta baja en una pieza circular. Las paredes eran de tela y se movían con el viento. Los hombres eran jóvenes. Uno de ellos comenzó a palparle los brazos y las piernas. Luego le hizo abrir la boca para mirar dentro.
  -¿Le duele la cabeza? -le preguntó.
  -¿Dónde estoy? -dijo ella-. ¿Qué pasó?
  -Podría tener una fractura en el cráneo, aunque no lo creo, señora. Trate de calmarse. Yo haré lo que pueda hacer.
  -Pero no recuerdo nada -protestó ella-. ¿No comprende?
  -Sí, comprendo -dijo él-; ya recordará.
  Del centro del techo colgaba una canastilla de alambre. Allí, entre otras cosas que reconoció como suyas, estaba el frasco de las pastillas; era la prueba de un delito que no recordaba que había cometido. El dueño del hotel llegó a cobrarle.
  Por la tarde le dijeron que viajaría a la ciudad, donde su esposo la esperaba. Un auto de alquiler llegó a recogerla. Atravesaron el pueblo semidestruido, que hombres vestidos de verde comenzaban a descombrar. Los maizales estaban devastados y la tierra era del color de la ceniza. Por el lado bajo del camino, sobre una colina sin árboles, un indio hincado de rodillas quemaba incienso. Hacía oscilar el incensario y el humo se esparcía por el aire gris.

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